Había una vez un niño llamado Lucas, un pequeño de cinco años lleno de curiosidad y un corazón repleto de sensibilidad . Lo que diferenciaba a Lucas de otros niños de su edad era su profundo amor por unas pequeñas criaturas de la tierra: las hormigas voladoras.
Cada día, Lucas se aventuraba en el jardín trasero de su casa con unos madroños en su mano y un cuadernillo en la otra . Se sentaba bajo la sombra de un sauce llorón y observaba con fascinación a las pequeñas hormigas mientras se movían incansablemente. En su mundo de maravilla, Lucas les hablaba suavemente como si fueran sus amigos más cercanos .
—Hola, amigas hormigas. ¿Cómo estais hoy? —les preguntaba Lucas con una sonrisa radiante mientras masticaba sus deliciosos madroños.
Las hormigas, aunque pequeñas e insignificantes para algunos, parecían responder a Lucas, moviéndose de un lado a otro como si estuvieran compartiendo historias secretas. Lucas tomaba notas en su cuadernillo, registrando lo que imaginaba que decían, creando un mundo de fantasía compartida con sus diminutos amigos.
Lucas cuidaba mucho de las hormigas. Les construía pequeñas casas de palitos y hojas para la lluvia, dibujaba con un palo caminos perfectamente trazados. Les dejaba trocitos de su fruto preferido los madroños bien rojos y maduros, asegurándose de que no les faltara comida. Pero su gesto más hermoso fue cuando, un día, notó que una de las hormigas tenía una antena doblada y se perdía .
Con su infinita sensibilidad, Lucas decidió ayudar a su amiga herida. Con manos delicadas, cuidó de la hormiga asustada, asegurándose de que tuviera agua y un lugar seguro para descansar. Pasó días enteros cuidando de ella, animándola, susurrándole canciones, mostrándole amor y compasión sin agobiarla.
Poco a poco, la hormiga se recuperó, y Lucas celebró su regreso a la vida con una pequeña danza de alegría. Ese vínculo entre el niño y la hormiga se hizo aún más fuerte, y Lucas aprendió una lección invaluable sobre el cuidado el respeto y la empatía hacia todas las criaturas, sin importar su tamaño.
A medida que Lucas crecía, su amor por las hormigas no disminuía. En lugar de aplastarlas o asustarlas, o de destrozarlas el camino por donde transitaban en fila india, las respetaba y las admiraba. Cuando la gente le preguntaba qué quería ser de mayor, Lucas respondía con una sonrisa:
— Quiero ser como las hormigas , trabajar en equipo con orden y armonía, cuidar de los demás cuando me lo soliciten y esté en mi mano y vivir en comunión con la naturaleza.
Y así, Lucas se convirtió en un adulto cuyo corazón seguía latiendo con la misma sensibilidad y amor por las criaturas del mundo. Continuó siendo un amigo de las hormigas y enseñó a otros el valor de la empatía y la conexión con la naturaleza . Su historia era un recordatorio de que el amor y la sensibilidad pueden cambiar el mundo, incluso a través de los ojos de un niño que hablaba con las hormigas, aunque solo sea un insecto.